Foto 1:


Hacía mucho tiempo que esa isla era el único tema de conversación. Cada día, no importa si iban o no a la playa, se repasaba el itinerario, se revisaba el listado de provisiones que había que tener a mano, se diagramaba el recorrido. Faltaba un detalle importante: en qué llegar, pero eso de ninguna manera iba a empañar el viaje soñado.

No habían puesto fecha... Cualquier día era suficiente para verlo posible y a la vez evitaba la presión de tener que postergarlo o suspenderlo. Esto habría sido demasiado desalentador. El espíritu aventurero no era tan indomable como para resistir los embates de la gris rutina. Al fin y al cabo, no eran bucaneros del siglo XIX ni buscadores de tesoros. 

Sin embargo, no eran unos simples improvisados. Él historiador y ella periodista veían en este viaje mucho más que una aventura. Se preparaban desde hacía años. Habían investigado en cada archivo al que habían podido acceder. Habían recopilado montones de historias de viajeros que habían llegado o intentado llegar a la isla. Algunas eran viejas crónicas, de la época de la colonia y otras un poco más recientes. Pero  lo que sin dudas habían hallado más valiosos eran los testimonios de los lugareños que aún vivían en la zona. Las islas no se mueven, el río es el mismo río, pero aún así... todo cambia con el paso de los años.

Sabían que debían emprender el viaje temprano en la mañana, algún día de verano. El calor nunca es un buen aliado pero el frío era tanto menos conveniente. La temperatura del agua no era un dato menor, teniendo en cuenta que parte del recorrido la harían nadando o caminando por el cauce del rio. Había días en que la bajante era tan pronunciada que parecía posible llegar caminando en un par de horas.

Les habían advertido que de elegir una embarcación, debía ser liviana, con poco velamen. El río no es profundo en ese tramo pero los vientos son impredescibles y la principal amenaza de la isla no estaba en ella sino en sus costas: un cordón rocoso la rodea como una muralla natural. Es su forma de decir que no quiere ser habitada ni visitada. Todas las últimas expediciones que habían intentado acercarse se habían estrellado contra las rocas y no había quedado más remedio que esperar los barcos de prefectura que acudían al rescate. Ninguna de las expediciones logró hacer tierra, y si lo lograron no volvieron a la ciudad para contarlo.

Eligieron al fin esa mañana de febrero. Habían consultado el pronóstico y se esperaba una tormenta para las horas de la tarde. Importaba poco porque para entonces ya estarían en la isla. No tenían tantos datos sobre su geografía pero contaban con poder encontrar algún sitio para refugiarse. Tenía que ser ese día porque los posteriores el clima sería más inestable y la próxima semana ya les esperaba el infierno de los horarios de trabajo, los compromisos y el tedio cotidiano. Ese día era por fin, el tan ansiado cualquier día.

Alquilaron un velero pequeño, un tanto desvencijado. No eran eximios navegantes pero ella había tomado cursos en el pequeño lago de su ciudad natal y el había dedicado largas horas al estudio exahutivo de las cartas naúticas. Es un río poco profundo pero eso mismo le hace peligroso. Muchos escollos que había que saber sortear: bancos de arena, peñascos en su fondo, restos de viejos muelles y sobretodo... barcos hundidos. Algún día se dedicarían a recuperar tesoros de este tipo, pero esta vez era necesario no tropezar con ninguno.

Las velas y el timón eran nuevos. Eso era lo más importante. La cabullería era vieja pero se veía segura. Dudaron en cargar chalecos salvavidas pero afortunadamente decidieron que no ocupaban tanto espacio como para tener que prescindir de ellos. Internamente sabían -porque les habían advertido- que seguramente los necesitarían. Algunas pocas provisiones, la carpa y un par de mantas completaban el equipaje. Según el plan original, dos o tres dias bastaban para demostrar que el viaje era posible y para encontrar las claves para poder repetirlo cuantas veces quisieran.

El despertador sonó antes de que despuntara el alba. Cargaron sus mochilas y fueron hasta el puerto a encontrarse con el dueño de la embarcación. "No es que no confíe en ustedes" -les había dicho el dueño del velero, "es que ya me imagino cómo va a terminar esto... Es todo lo que tengo este velero...". Y con estos argumentos les había hecho firmar un seguro que implicaba hipotecar lo poco que tenían si algo salía mal. Pero no dejaban que estos arreglos pesimistas los desmolarizara. Nada iba a salir mal. Nadie emprende nada creyendo que puede salir mal. Era simplemente absurdo.

Recogieron el barco a la hora convenida y establecieron el jueves a la tarde como plazo para entregarlo en todas sus partes. Él miró al horizonte y algo le hizo dudar. Le dijo al hombre que antes tomarían una caminata por la playa... "para ver cómo pinta". Ella intuyó que los planes cambiaban y bastante enojada por no haber sido consultada, le siguió apurada. 

El río estaba muy muy bajo... se podía ver aún arena a unos 300 metros. Era a la vez peligroso para la embarcación y tentador para hacerlo a fuerza de brazos. Los aventureros cruzaron miradas y se entendieron al instante. No podían arriesgar la nave en esas condiciones... No podían arriesgar lo poco que tenían. Y aún así, estaban persuadidos de que no habría otra oportunidad. El plan cambiaba repentina y drásticamente: irían a nado hasta la isla, un breve recorrido y para el mediodía ya estarían de regreso. Era poco probable que el río subiera ese mismo día... seguramente lo haría sólo si la anunciada tormenta llegaba, pero eso sería en horas de la tarde. Para entonces, si no habían logrado volver sería porque nunca lograron llegar a la costa o porque ya nunca volverían.

Dejaron las mochilas en la orilla segura, cerca de la rambla que costea la ciudad. No había absolutamente nadie aún. Habitualmente los vecinos no bajan hasta después de las 10... La ciudad tiene un ritmo aletargado y el movimiento nunca es excesivo. Algunas reposeras aquí y allá, especialmente a la sombra de unos árboles centenarios. Pero a esas horas tan tempranas cuando apenas despuntaba el alba, no había un alma en todo lo que alcanzaban a ver. Pensaron sin decirlo, que eso sumaba riesgo... si algo salía mal, nadie se enteraría a tiempo para alertar a la guardia costera. ¡Qué más da! Por una simple cuestión de probabilidades, todo parecía que podía salir mal de cualquier modo.

Comenzaron a caminar río adentro, en dirección a la isla. El reloj sumergible e inteligente les pareció en ese momento la mejor inversión. Alli tenían guardadas las coordenadas de los sitios que en barco debían evadir, pero que caminando o a nado, les darían oportunidad de hacer pausas para recuperarse. En caso de que esta función no estuviera disponible, al menos disponían de la brújula. No era mucha la distancia... habían calculado unos 12 kilómetros entre el punto elegido para la partida y la isla. 

El rio era una tabla, como le dicen los lugareños cuando la superficie se ve plana y serena. El oleaje es siempre suave cerca de la orilla... Ese día era imperceptible. El cielo estaba totalmente despejado y no se veía ninguna nube en el horizonte. La gran ciudad en la ribera opuesta se veía con toda nitidez: los altos edificios, los barcos en el puerto... Era una postal. La isla se veía tan cerca... El verde de su vegetación contrastaba fuertemente con el fondo celeste pálido. Era tan hermoso que parecía una visión.

Caminaban por la arena fina del fondo del río. El color melena de león del agua no permitía ver qué había pero hasta donde sabían. no era la hora de las mantarayas. De todos modos, tantos veranos en ese río les habían hecho lo suficientemente experimentados como para saber cómo caminar, arrastrando los pies. Era una sensación placentera... cómo la arena hace suaves serruchos bajo la plana de los pies y se cuela entre los dedos. 

Por un par de kilómetros caminaron sin dificultad con el agua que apenas rozaba sus rodillas. El disco solar ya brillaba de lleno sobre la línea del horizonte. Él sabía que no faltaba mucho para el primer banco de arena... allí descansarían un rato antes de seguir. Ella comenzó a comprender que algo no estaba bien en ese viaje. Bandadas de aves que volaban a lo lejos, sonidos extraños... la calma absoluta que les hacía hablar entre murmullos. Desde el banco de arena dirigieron la mirada a la ciudad. Nunca la habían visto desde tan lejos, al menos no desde ese ángulo, puesto que los barcos siguen la otra ruta. El espectáculo era fascinante: la muralla se veía mucho más imponente desde lejos, y el casco colonial de la ciudad parecía un cuadro. El faro... el faro era la promesa del regreso.

Por unos instantes cruzó por la cabeza de ambos que tener esa visión de la ciudad era suficiente para esa loca aventura. Pero ni el historiador ni la periodista habían trabajado por tantos años para conformarse con un bonito paisaje. Había que seguir. Y reiniciaron la marcha. Por momentos el río ganaba profundidad, no tenían modo de saber cuánto; luego se encontraban en medio de una corriente que había que lograr superar y luego recuperar el rumbo que ésto les hacía desviar. No parecía haber vida en ese rio, ni en ese cielo. Sólo agua y el cielo diáfano que era ahora cruzado por una brisa cálida que no alcanzaba a alimentar el oleaje. La isla se veía cada vez más cercana y los latidos del corazón comenzaban a acelerarse. 

La posición del sol delataba que los planes de volver antes del mediodía habían sido un pésimo error de cálculo. Ya estaba casi en el cénit y aún no habían llegado. Pero estaban seguros de que faltaba poco... un par de kilómetros. Desde donde estaban podían saber al menos dos cosas: estaban más cerca de lograr su cometido que de volver a la orilla segura, y... no había más bancos de arena registrados en las cartas naúticas. Podían adivinar que la profundidad del rio les obligaría a nadar hasta encontrar las primeras piedras. La demora que no habían previsto era también lo que les había permitido llegar tan lejos sin excesivo esfuerzo, por lo que se encontraban con las energías que ese último tramo del recorrido les iba a demandar.

Estaban listos para comenzar a nadar. Se miraron entusiasmados... casi en éxtasis. Recordaron algunas cuestiones técnicas para sortear corrientes que pudieran arrastrarlos fuera del rumbo que habían fijado. Al momento de zambullirse algo les hizo levantar la mirada. Desde el sudeste se aproximaba a una velocidad inusual una inmensa nube gris. No era la tormenta anunciada. No son así las tormentas por ahí... Cientos de tormentas habían presenciado y estudiado en decenas de veranos vividos ahí. Y sin embargo, insólita o no, era dramáticamente real. Ciertamente estaban en el peor lugar del recorrido para afrontar una tormenta. El único pensamiento que les consoló fue que haber llevado la embarcación no habría mejorado la situación.

La brisa cambió repentinamente: se volvió fría y aumentó la velocidad. La superficie del río comenzó a sacudirse violentamente y las olas, aunque de poca altura, eran fuertes y llegaban unas tras otras. Apenas si podían mantenerse a flote. No había muchas alternativas para los náufragos sin barco... sólo les quedaba intentar alcanzar la orilla, aún sabiendo que el riesgo de estrellarse contra las rocas lo hacían una alternativa bastante poco atractiva. Regresar era impensable... las corrientes serían muy difíciles de rodear con el movimiento de las olas, y si eran arrastrados por alguna de ellas, terminarían en la mirad del rio, muchos kilómetros al sureste, lejos de cualquier costa. Panorama para nada alentador con una tormenta tan cercana.

Una última corrección del itinerario. Un nuevo ajuste en el plan. Tomaron una cuerda y se ataron de las muñecas, con suficiente distancia para no interrumpir los esfuerzos de cada uno. No era una estrategia de supervivencia... Era más bien una forma de decirse que juntos habían decidido llegar hasta ahí y que estaban dispuestos a compartir en partes iguales el resultado. No sabían cuál sería ni querían presagiarlo.

La costa de la ciudad de pronto no se veía. Una bruma oscura la cubría. Nunca antes habían visto algo así. Nubes arremolinadas, relámpagos y truenos formaban un espectáculo a la vez majestuoso y siniestro sobre sus cabezas. Luchaban por mantenerse a flote e intentaban avanzar con brazadas lentas y sincronizadas para intentar sumar sus fuerzas. La isla seguía frente a sus ojos... ya se podían ver los primeros peñascos que anunciaban la proximidad de la orilla. Era peligroso y a la vez su única salida. Mantenían la esperanza. La adrenalina les hacía mantener su cuerpo en movimiento y resistir el embate de las olas y las ráfagas de viento que azotaban sus caras. Parecía que por fin alcanzarían las rocas y allí verían cómo utilizarlas de refugio hasta que la tormenta amainara...

Estruendos desconocidos resonaban por todos lados. La incandescencia de las luces les impedían ver con claridad qué los provocaba. Era una tormenta eléctrica y probablemente estaba descargando toda la furia de la naturaleza muy cerca de dónde estaban.

Las luces. Las rocas. Un ola repentina que los empujó sin que pudieran mantener el control sobre sus cuerpos. La isla. La tormenta. El sueño de llegar a dónde nadie había llegado. Quedaba pendiente poder contarlo.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La ventana

Foto 2

Diálogo